Nos faltaban tres meses para casarnos.
Estábamos de plácido sofing y además, zapeando. Ante nuestros ojos
apareció el programa “¿Qué hago yo aquí?, de Cuatro. “Cámbialo, que está empezado y paso de
ver un programa a medias” le dije a mi ya marido. Pero, como habitualmente, no
me hizo caso y no cambió de canal. Creo que ha sido la única vez que el no hacerme
caso ha traído algo bueno. Insuperable. La trajo a ella, la bendición de
nuestras vidas.
El programa estaba grabado en Chernóbil y sus
pueblos de alrededor, entre ellos Ivankiv. Hablaba José Luis Aznárez,
vicepresidente de la Asociación És per tu. Pillamos el programa en el momento
en que José Luis explicaba que las familias viven del autoconsumo. La
periodista, alarmada, se preguntaba cómo podían comer lo que plantaban sabiendo
que todo estaba contaminado. La contestación de José Luis nos dejó helados:
“Escogen no morir de hambre antes que los efectos de la radiación”.
José Luis explicaba que su asociación se
dedicaba a llevar a niños mayores de 6 años a pasar la Navidad y el verano a
España, más concretamente a Cataluña. Lamentablemente, el altísimo nivel de
radioactividad, que tardará la escandalosa cifra de 24 milenios en desaparecer de la zona,
condiciona a los más pequeños desde el mismo momento de su concepción, ya que su
esperanza de vida es de aproximadamente 60 años. Las víctimas de cáncer de tiroides
a causa de la radioactividad son numerosísimas, y una gran parte, además, son
niños.
Cuando vimos a una familia con sus hijos, tan
pequeños y viviendo en unas condiciones económicas (tienen un sueldo medio de
80 euros al mes y precios similares a España) y ambientales impensables en
nuestro país, pensamos en la mala suerte que han tenido de haber nacido tan
cercanos a una tragedia como la de Chernóbil. Y algo en nosotros
cambió. Nos miramos, y él se me adelantó: “vamos a contactar con
esta Asociación y nos traemos a un niño, ¿te parece?”
Al día siguiente logré hablar con Rosa Martín,
la Presidenta de la Asociación. Un ángel de mujer, generosa, dulce, de grandes
principios, con iniciativa, organizada. Me explicó en qué consistía la acogida,
aunque lamentablemente ya no podíamos entrar en la campaña de verano porque la
habían cerrado recientemente, necesitaba unos meses para gestionar toda la
burocracia. Pero si queríamos, podíamos incorporarnos para Navidad.
Aceptamos encantados y quedamos en hablar en septiembre para iniciar todo el
papeleo.
Nos reunimos con Rosa en septiembre. Si ya
estábamos convencidos de querer acoger a uno de estos niños, sus palabras
aún nos dieron más impulso para tan siquiera titubear. “Le vais a hacer mucho
bien. Pensad que pasar tres meses en un entorno saludable aumenta su
esperanza de vida entre 4 y 7 años ya que reducimos la radioactividad de su
cuerpo un 70%.” Todavía hoy recuerdo esa frase y me estremezco.
“¿Sabes ya si es niño o niña?”, le pregunté
tan ilusionada como una mamá primeriza ante su ginecólogo. Y Rosa nos enseñó su
foto de pasaporte, en blanco y negro. Era la niña más guapa que he visto jamás.
Y la quisimos al instante.
Y de repente empezó la cuenta atrás más vertiginosa
de nuestra vida. El 10 de diciembre llegaba nuestra loca bajita, faltaban menos
de tres meses para recogerla en el aeropuerto y teníamos que organizar nuestra
vida y nuestra casa para darle la bienvenida que merecía.
Con 25 años, y a menos de tres meses de
comérmela a besos por primera vez, noté algo especial. Algo dentro de mí cambió
al ver su foto y conocer el nombre de la personita que nos iba a proporcionar
tantos momentos de felicidad. Ya era real, no era una idea. Se llamaba Yana y
tenía 7 años.
Yo, que hasta entonces suficiente tenía con
ser responsable de mí misma, me iba a convertir en mamá de acogida durante un
mes de la niña más bonita, risueña, simpática y buena del mundo. Y me sentí la
más afortunada de todo el planeta tierra.
Así es el amor y así comenzó todo.