jueves, 29 de mayo de 2014

Y así comenzó todo


Nos faltaban tres meses para casarnos. Estábamos de plácido sofing  y además, zapeando. Ante nuestros ojos apareció el programa “¿Qué hago yo aquí?, de Cuatro. “Cámbialo, que está empezado y paso de ver un programa a medias” le dije a mi ya marido. Pero, como habitualmente, no me hizo caso y no cambió de canal. Creo que ha sido la única vez que el no hacerme caso ha traído algo bueno. Insuperable. La trajo a ella, la bendición de nuestras vidas.

El programa estaba grabado en Chernóbil y sus pueblos de alrededor, entre ellos Ivankiv. Hablaba José Luis Aznárez, vicepresidente de la Asociación És per tu. Pillamos el programa en el momento en que José Luis explicaba que las familias viven del autoconsumo. La periodista, alarmada, se preguntaba cómo podían comer lo que plantaban sabiendo que todo estaba contaminado. La contestación de José Luis nos dejó helados: “Escogen no morir de hambre antes que los efectos de la radiación”.

José Luis explicaba que su asociación se dedicaba a llevar a niños mayores de 6 años a pasar la Navidad y el verano a España, más concretamente a Cataluña. Lamentablemente, el altísimo nivel de radioactividad, que tardará la escandalosa cifra de 24 milenios en desaparecer de la zona, condiciona a los más pequeños desde el mismo momento de su concepción, ya que su esperanza de vida es de aproximadamente 60 años.  Las víctimas de cáncer de tiroides a causa de la radioactividad son numerosísimas, y una gran parte, además, son niños.

Cuando vimos a una familia con sus hijos, tan pequeños y viviendo en unas condiciones económicas (tienen un sueldo medio de 80 euros al mes y precios similares a España) y ambientales impensables en nuestro país, pensamos en la mala suerte que han tenido de haber nacido tan cercanos a una tragedia como la de Chernóbil.  Y algo en nosotros cambió.  Nos miramos,  y él se me adelantó: “vamos a contactar con esta Asociación y nos traemos a un niño, ¿te parece?”

Al día siguiente logré hablar con Rosa Martín, la Presidenta de la Asociación.  Un ángel de mujer, generosa, dulce, de grandes principios, con iniciativa, organizada. Me explicó en qué consistía la acogida, aunque lamentablemente ya no podíamos entrar en la campaña de verano porque la habían cerrado recientemente, necesitaba unos meses para gestionar toda la burocracia. Pero si queríamos, podíamos incorporarnos para Navidad.  Aceptamos encantados y quedamos en hablar en septiembre para iniciar todo el papeleo.

Nos reunimos con Rosa en septiembre. Si ya estábamos convencidos de querer  acoger a uno de estos niños, sus palabras aún nos dieron más impulso para tan siquiera titubear. “Le vais a hacer mucho bien. Pensad que pasar tres meses en un entorno saludable  aumenta su esperanza de vida entre 4 y 7 años ya que reducimos la radioactividad de su cuerpo un 70%.” Todavía hoy recuerdo esa frase y me estremezco.

“¿Sabes ya si es niño o niña?”, le pregunté tan ilusionada como una mamá primeriza ante su ginecólogo. Y Rosa nos enseñó su foto de pasaporte, en blanco y negro. Era la niña más guapa que he visto jamás. Y la quisimos al instante.

Y de repente empezó la cuenta atrás más vertiginosa de nuestra vida. El 10 de diciembre llegaba nuestra loca bajita, faltaban menos de tres meses para recogerla en el aeropuerto y teníamos que organizar nuestra vida y nuestra casa para darle la bienvenida que merecía.

Con 25 años, y a menos de tres meses de comérmela a besos por primera vez, noté algo especial. Algo dentro de mí cambió al ver su foto y conocer el nombre de la personita que nos iba a proporcionar tantos momentos de felicidad. Ya era real, no era una idea. Se llamaba Yana y tenía 7 años.

Yo, que hasta entonces suficiente tenía con ser responsable de mí misma, me iba a convertir en mamá de acogida durante un mes de la niña más bonita, risueña, simpática y buena del mundo. Y me sentí la más afortunada de todo el planeta tierra.


Así es el amor y así comenzó todo.